"Oraşul e al nostru", la ciudad es nuestra: no quiero olvidar a los deheredados de la tierra, al cuarto mundo que se esconde en la gran ciudad, a los borrachos sin remedio, los solitarios enloquecidos, los ancianos de pensión ínfima, las madres gitanas mendicantes, sus hijos mendigando también a dos manzanas de distancia, los niños de la calle, los adolescentes de la calle, los perros abandonados... todas las clases de vagabundos que uno se encuentra en esta gran ciudad.
Porque si bien es verdad que uno se encuentra menos miseria de la que esperaba cuando bajó del avión a este país desconocido, o mal conocido, que no tiene nada que ver con la imagen que tenemos de él, la vergüenza del cuarto mundo existe. Y la vergüenza de los abandonados en la carrera hacia el capitalismo (todos esos pensionistas mendicantes) también. Pero sí, es cierto, menos de la que uno esperaba. Una unidad de medida un tanto personal de la miseria urbana sería evaluar cuánto tarda uno en ser plenamente consciente de este cuatro mundo que le rodea.... Por ejemplo, en Quito, Ecuador, estuve sólo 36 horas, y desde la primera fui dolorosamente consciente de los niños de la calle, de esos niños de la calle tan apartados de todo que han perdido el don de la comunicación, nunca lo tuvieron, nadie les ha enseñado, y saben hablar lo justo para pedir unos pesos, acercar la caja limpiabotas, enseñar unos chicles, animalitos de seis, cinco, cuatro... tres años. En Bucarest no sé si fue el efecto sorpresa de las luces de la ciudad, pero tardé en percibir plenamente sus sombras. Sin embargo, hay cuestiones en las que no valen relativizaciones, comparativas, proporciones (hay más, hay menos): la aspiración es el absoluto, la nada, kaput, finito, aquí, en Madrid, en Nueva York, en Moscú... Aquí y en China, como decimos en mi tierra.
Me duelen los ancianos de esquina, que no extienden la mano para pedir porque les cuesta horrores hacer lo que están haciendo, pero piden igualmente, y agradecen murmurando y mirando hacia el suelo. Me duelen los niños de la calle, y los adolescentes de la calle que pasean en manada, como animales gregarios, sin pudor, sin pensamientos, apretando algunos de ellos su bolsa de pegamento. Me duelen los vagabundos locos y las madres mendicantes, presentes en todos los agujeros del mundo.
Me duelen los perros de la calle, pero menos que en otras ciudades; en general se les cuida, existe una cierta costumbre de "adoptarlos" en las comunidades de vecinos. Aun así, los perros abandonados conservan una mirada de dolor y perplejidad ante el abandono, y el resto, los callejeros de toda la vida, que parecen más satisfechos... habrá que verlos, como la cigarra, en invierno y en la nieve.
Pero en cualquier caso me duelen menos; tal vez poque he carecido siempre (lo confieso) de esa empatía con los animales que algunos tienen, tal vez porque sigo reservando la mayor parte de mi corazón para las personas.
Y también de mi pudor: por eso todas las fotos que veis aquí son de perros. Porque aunque en mis paseos con la cámara de fotos me encontrado con estampas magníficas (tal vez sea mejor decir "magníficas"), me cuesta sacar la cámara, robarles a los dueños de lo oscuro de la ciudad una imagen, y sobre todo no soy capaz de hacerlo de cerca y arriesgarme a que se den cuenta, a que me vean. Acostumbrados como están a ser parte del mobiliario urbano, tratados como tal, ya tienen bastante todos los días como para que venga yo con mi cámara y con la excusa del costumbrismo a recordarles una vez más que son un mero objeto.
Así y todo, espero haber conseguido transmitir con palabras lo que decidí no plasmar en imágenes.
Porque si bien es verdad que uno se encuentra menos miseria de la que esperaba cuando bajó del avión a este país desconocido, o mal conocido, que no tiene nada que ver con la imagen que tenemos de él, la vergüenza del cuarto mundo existe. Y la vergüenza de los abandonados en la carrera hacia el capitalismo (todos esos pensionistas mendicantes) también. Pero sí, es cierto, menos de la que uno esperaba. Una unidad de medida un tanto personal de la miseria urbana sería evaluar cuánto tarda uno en ser plenamente consciente de este cuatro mundo que le rodea.... Por ejemplo, en Quito, Ecuador, estuve sólo 36 horas, y desde la primera fui dolorosamente consciente de los niños de la calle, de esos niños de la calle tan apartados de todo que han perdido el don de la comunicación, nunca lo tuvieron, nadie les ha enseñado, y saben hablar lo justo para pedir unos pesos, acercar la caja limpiabotas, enseñar unos chicles, animalitos de seis, cinco, cuatro... tres años. En Bucarest no sé si fue el efecto sorpresa de las luces de la ciudad, pero tardé en percibir plenamente sus sombras. Sin embargo, hay cuestiones en las que no valen relativizaciones, comparativas, proporciones (hay más, hay menos): la aspiración es el absoluto, la nada, kaput, finito, aquí, en Madrid, en Nueva York, en Moscú... Aquí y en China, como decimos en mi tierra.
Me duelen los ancianos de esquina, que no extienden la mano para pedir porque les cuesta horrores hacer lo que están haciendo, pero piden igualmente, y agradecen murmurando y mirando hacia el suelo. Me duelen los niños de la calle, y los adolescentes de la calle que pasean en manada, como animales gregarios, sin pudor, sin pensamientos, apretando algunos de ellos su bolsa de pegamento. Me duelen los vagabundos locos y las madres mendicantes, presentes en todos los agujeros del mundo.
Me duelen los perros de la calle, pero menos que en otras ciudades; en general se les cuida, existe una cierta costumbre de "adoptarlos" en las comunidades de vecinos. Aun así, los perros abandonados conservan una mirada de dolor y perplejidad ante el abandono, y el resto, los callejeros de toda la vida, que parecen más satisfechos... habrá que verlos, como la cigarra, en invierno y en la nieve.
Pero en cualquier caso me duelen menos; tal vez poque he carecido siempre (lo confieso) de esa empatía con los animales que algunos tienen, tal vez porque sigo reservando la mayor parte de mi corazón para las personas.
Y también de mi pudor: por eso todas las fotos que veis aquí son de perros. Porque aunque en mis paseos con la cámara de fotos me encontrado con estampas magníficas (tal vez sea mejor decir "magníficas"), me cuesta sacar la cámara, robarles a los dueños de lo oscuro de la ciudad una imagen, y sobre todo no soy capaz de hacerlo de cerca y arriesgarme a que se den cuenta, a que me vean. Acostumbrados como están a ser parte del mobiliario urbano, tratados como tal, ya tienen bastante todos los días como para que venga yo con mi cámara y con la excusa del costumbrismo a recordarles una vez más que son un mero objeto.
Así y todo, espero haber conseguido transmitir con palabras lo que decidí no plasmar en imágenes.