A quién no le
gusta, de vez en cuando, ir al cine a despejarse, a ver una película
amable y sin complicaciones, a ser posible bien actuada, y que te
deje al salir del cine un buen sabor de boca y, por qué no, algo de
paz de espíritu. Lo normal.
Ese era mi objetivo
hace unos días, cuando fui con una amiga a ver El
Chef (Jon Favreau, 2014), una película estadounidense que,
ciertamente, cumplía todos los requisitos: una mezcla de “road
movie” y cuento de hadas, donde los personajes sufren, pero para
crecer; se pierden, pero van con brújula; son sarcásticos, pero sin
doler. Una de esas películas que a primera vista parecería de
Sundance, o tal vez canadiense, si no fuera por la presencia de
estrellas de Hollywood en papeles secundarios y esa falta de veneno
que, por otra parte, es lo que estaba precisamente buscando aquella
tarde, así que no tengo derecho a quejarme.
“El Chef” cuenta
el viaje desde Miami a Los Ángeles que un cocinero de prestigio, pero sin trabajo, realiza, acompañado de su hijo de
diez años, en un camión de tacos que piensa instalar en las calles
de Los Ángeles. Pero como la película se inicia en Los Ángeles, lo primero es lo primero: hay que hacer llegar a los protagonistas a Miami. ¿Cómo
hacemos? Nada más fácil, para eso están los aviones. Por
supuesto, aunque nuestro chef está divorciado, mantiene una
estupenda relación con su ex, una rica mujer de negocios de origen
latino, exhuberante como las malvadas de las telenovelas, pero que en
este caso no es bruja mala, sino nuestra bellísima hada madrina. Así
que ella le propone que les acompañe, a ella y al hijo en común, a
Miami: ella va a estar muy ocupada y no podrá estar todo el tiempo
con el niño, y, como bien sabe, las niñeras no pueden viajar en
avión. Él acepta, claro, y en la siguiente secuencia ya estamos en
Miami.
Espera: ¿”las
niñeras no pueden viajar en avión”? ¿Ya está? ¿Esa era la
forma más sencilla de plantar a nuestro chef en Miami? ¿No es un poco
retorcido? ¿No necesita una explicación?
No, no la necesita.
Las niñeras están en situación irregular en Estados Unidos y no
pueden viajar en medios de transporte donde se controla la
documentación, pues acabarían en un centro de detención o
deportadas. Es bien sabido. No necesita explicación. Así que no dejemos que
un detalle tan nimio nos distraiga de nuestro cuento de hadas, que
iba tan bien.
Ya tenemos el camión, y andamos haciendo algo de
bricolaje padre-hijo para ponerlo a punto, que ya sabemos todos lo
que une eso. Ya está todo listo, sólo falta subir al camión la cocina nueva, que pesa un montón. Y precisamente hay un
grupo de obreros en su pausa del almuerzo sentados a unos
metros; pero no parecen estar muy dispuestos a ayudar. Hasta que
aparece el amigo de nuestro protagonista, que les va a acompañar en
el viaje, un chicano muy espabilado, que se las conoce todas, y le dice que no
se preocupe, que él lo arregla. Y, en español, ofrece el siguiente trato a los obreros: si
ayudan, luego comerán gratis el mejor bocadillo de su vida; si no... llama a la migra. Por supuesto, se levantan en seguida
(punto de humor); luego se comen todos juntos y en buena armonía un sabroso bocadillo
merecedor de los más grandes esfuerzos, que aquí no ha pasado nada, y
nuestro camión inicia su viaje rumbo a la Costa Oeste.
Espera: ¿un punto
de humor? ¿“Si no, llama a la migra”? ¿Así, sin
más? ¿Nuestro simpático Sancho Panza?
Pues sí, sin más. Tampoco es para tanto: y olvidemos ya a nuestro grupo de obreros perezosos y atemorizados, que nosotros iniciamos nuestro viaje iniciático en el camioncito “melting pot”, un viaje multicultural, lleno de sabrosura, raíces y mestizaje, entre bocadillos cubanos y barbacoa texana, negros tocando folk en Nueva Orleans, y caderas multicolores moviéndose al son de ritmos caribeños.
Pues sí, sin más. Tampoco es para tanto: y olvidemos ya a nuestro grupo de obreros perezosos y atemorizados, que nosotros iniciamos nuestro viaje iniciático en el camioncito “melting pot”, un viaje multicultural, lleno de sabrosura, raíces y mestizaje, entre bocadillos cubanos y barbacoa texana, negros tocando folk en Nueva Orleans, y caderas multicolores moviéndose al son de ritmos caribeños.
Y que estas dos
cortas escenas no hagan añicos nuestro cuento de hadas: que no se nos atraganten las palomitas ni se nos amargue el fondo de la garganta. Sobre todo, muy importante, no hay que perder la paz de espíritu.
Dejaremos atrás a las
niñeras sin libertad de movimiento y a los obreros sin poder de
elección, a los eternamente irregulares. Sus inquietudes son
secundarias. No habrá viaje iniciático para ellos, no habrá
crecimiento personal; aunque no los volvemos a ver, bien sabemos que
acabarán la película igual que la empezaron, en la esquina de la
pantalla, callados y atemorizados. Poco amenazantes. Poco
interesantes.
Lo normal. No es
para tanto, es bien sabido. No necesita explicación. No se explica.
Hacer visible lo invisible... ¿para
esto?